sábado, 22 de enero de 2011

PRIMER CAPITULO DE UNA NOVELA EN PREPARACION

TORMENTA ROJA

Capitulo 1

El Cuba libre como de costumbre estaba servido sobre la mesa. Alberto, en cambio, prefería tomarse una cerveza bien fría, una Hatuey, pero Gerardo invariablemente pedía el jaibol de ron añejo y Coca Cola y lo hacía ¨por joder¨ más que nada, como acostumbraba a decir, y, para que todos lo oyeran,  pedía el trago en voz alta,  especialmente si había algún policía o algún militar presente, y si optaba por una cerveza, exigía una Polar o una Cristal: “con el Indio, nada, compay”.

Alberto siempre le reía sus agudezas: “eres loco, Gerardo”.

Los dos se sentaban alrededor de una de las mesas ubicadas en el portal del Bar Lawton. La victrola tocaba un meloso bolero. Aparentaban tener la misma edad; tal vez dieciocho o tal vez diecinueve años; sin embargo Gerardo era ligeramente más alto que su amigo Alberto; en cambio, este era más robusto. Alberto de piel muy blanca; Gerardo de tez trigueña. Hoy era sábado, el mejor día de la semana. Descanso.  Alberto no tenia que asistir a sus clases en los Maristas y Gerardo podía gastar los 40 pesos que ganaba semanalmente.

El sábado comenzaba para los dos en el Bar Lawton, se continuaba en el Estrómboli, de Porvenir, y finalizaba con sus excursiones a los bayús de Bernal. Siempre lo mismo, pero les agradaba.

Este, sin embargo, sería un sábado diferente. Alberto le había insistido en encontrarse en el Bar, pero debía ser después de las cuatro de la tarde. Tenía interés en presentarle un amigo, uno que estudiaba  Arquitectura en la Universidad de La Habana.

Sorbió un trago.

-Bien, dime… ¿Qué hay con tu amigo?

-Calma, ya no tardará… Es un tipo que te va a caer muy bien, y quiere hablar algo importante con nosotros…

-¿Importante?

-Sí…

Gerardo esperaba que Alberto ampliara la respuesta, pero se tuvo que conformar con aquel lacónico “sí”.  Se encogió de hombros y continuó bebiendo su Cuba Libre sin dejar de mirar a la chiquilla que conversaba con otra muchacha en un portal casero de la acera de enfrente.

Al cabo de una hora aun no aparecía el amigo “misterioso” (como lo acababa de apodar Gerardo) que Alberto estaba esperando.

Gerardo no se sentía cómodo aguardando por alguien, y mucho menos por uno del que no tenía ni la menor información.

-Parece que el “socio” te dejó embarcado… Oye, y ya son las 6 de la tarde… voy a echarme algo en la panza… nos vemos después…

Por supuesto, no esperaría más y dejó al amigo, despidiéndose con un saludo de la mano.

Las diez de la noche era la hora favorita de Gerardo.  De acuerdo con su costumbre se encaminó hacia la esquina de las calles B y 13. Pidió una frita en el puestecito colocado en el portal de la bodega, y mientras la comía conversó y bromeó con el muchacho que se ocupaba de la vidriera de anotaciones de la charada. Preguntó si había visto a Alberto.

Un carro patrullero de la policía cruzó despacio frente a la bodega. Los policías echaron una mirada y continuaron su camino.

Alguien le dijo haber visto a Alberto con uno que no era del barrio y que ambos se habían marchado en una guagua…

-… hace más o menos una hora…

-Cogeré la próxima 23 y me voy para Bernal… ─ se dijo ─ quizá por allá me lo tope…

Su mejor amigo. Alberto y él se conocían desde que tenían siete años. Jugaron juntos y juntos crecieron; siempre muy unidos, como hermanos. Alberto estudiaba en los Maristas, su padre podía costearle la enseñanza, pues era propietario de dos carnicerías, una en el barrio, la otra por los muelles, donde había comenzado el negocio.

Gerardo, en cambio, tuvo que asistir a la Escuela Pública, una situada en la barriada, la Escuela Pública número 135.  El séptimo y octavo grados los cursó en una Primaria Superior, la 6, llamada Domingo Faustino Sarmiento, o, simplemente, Sarmiento. Un viejo caserón de dos plantas que antes había sido sede de una estación de policía.

Al terminar el octavo, logró ingresar en el Instituto Preuniversitario de La Víbora. Fue la única vez que Alberto y él compartieron la misma aula. Alberto retornaría a los Maristas al año siguiente.  Gerardo hubiera querido graduarse de médico, pero no tuvo más remedio que suspender sus estudios en el Segundo año del bachillerato.  

Cuando había cumplido los 16 comenzó a trabajar en la carpintería, ahora, con 19 años de edad, ya era un buen tapizador. Soñaba con poder viajar un día a los Estados Unidos.  Allá un tapizador gana buen dinero”, solían decirle.  El mejor lugar es New York; así lo aseguraba Martín, aquel viudo que había sido miembro del SIM y formado parte del Directorio Estudiantil Universitario cuando aquella revolución que se hizo contra Gerardo Machado.  Martin había peleado en la Segunda Guerra Mundial sirviendo en el ejército americano.  En Francia, por heridas en combate, fue condecorado con el corazón púrpura.

-Un gran tipo, este Martín- se decía Gerardo- Lástima que sea tan batistiano.

Realmente, Gerardo admiraba al viejo revolucionario. Le atraía su manera franca de abordar cualquier tema, y le inspiraba su aureola de aventurero.  A veces discutían por razón de las simpatías que el hombre mostraba por el dictador.

-El Indio, es el hombre, Gerardo…─ Decía Martin ─ Es duro, y le ha puesto coto a ese relajo de los “gatillos alegres” de la época de los auténticos… Se acabaron Policarpo Soler, el Extraño, el Colorado…

Pero Gerardo le replicaba: “El Indio no es bueno, ni el que aparece en la botella de la Hatuey… por eso yo tomo Polar…”

Ahí todo quedaba.

Alberto, en cambio no soportaba a Martin.

-Ese viejo- afirmaba – es un cochino esbirro batistiano, un cambia casacas que antes estuvo con los comunistas…

En realidad Martín no era tan viejo; tendría, si acaso unos 58 años de edad. Era un hombre enjuto, alto. Su  frente estaba marcada por profundas arrugas y su cabello ya había perdido el color castaño de la juventud. Acostumbraba decir que había militado en el ala izquierda del Directorio Estudiantil Universitario, para luego comentar, como si se tratara de un consejo: “aquella fue una revolución mierdera. Sí, había timbales, pero eso es lo que menos importa… Lo que realmente importa es la vida. Suena bonito eso de ‘morir por la patria es vivir’ que se dice en el Himno Nacional; pero luego te mueres y… ¿qué se gana? Que los vivos, los ambiciosos, los bichos, se adueñen del poder y ¡A gozar la Pepa!” Seguidamente concluía: “Ahora también, muchachos como ustedes demuestran que sobran cojones, eso no está del todo mal; pero ¡Vamos! Se quita a Batista y… ¿Están seguros que los que vengan después serán mejores? ¡Quién sabe! Y no me hablen de ideales… ¿Ideales? ¡Al carajo los ideales!”

Recorrió toda la calle Bernal. Bernal es en realidad una calle corta  de solo dos cuadras de largo, que nace en Industria y concluye en Aguila. Estrecha, de aceras tan angostas que era preferible transitar por el medio de la calle, flanqueada a ambos largos por apretadas construcciones de dos plantas que databan probablemente de finales del siglo XIX. Las puertas de las edificaciones daban directamente a la acera. Los prostíbulos baratos se concentraban principalmente en solo una cuadra, desde Aguila hasta la confluencia de las calles Crespo y Amistad. El resto de las viviendas eran ocupadas por familias. Por más que buscara por ahí no se veía a Alberto.  Las prostitutas, asomadas semidesnudas por las entreabiertas puertas y ventanas, le ofrecían sus servicios sexuales. El las saludaba y les sonreía sin dejar de admirar algunos hermosos pechos que se le mostraban en toda su desnudez. Un grupo de marinos americanos caminaban por aquella calle haciendo alcohólicas eses y buscando sexo barato.

-Hey, americano ─ gritaban las puticas ─“foqui-foqui” por “five dollars”.

-¡Coño! ─ exclamó Gerardo para sus adentros ─ Estas putas hasta inglés aprenden…”

¡Nada! Alberto no aparecía por ninguna parte.  Entonces pensó que podría encontrarlo en el prostíbulo de Roxana, “La Colombiana”. El prostíbulo de La Colombiana se encontraba en una esquina de la Calle Amistad, en una casa con todas las apariencias de una vivienda de familia, con puertas bien pintadas y ventanas cubiertas con persianas y cortinas.  Un lugar de “categoría”, no de balde tirarse una puta allí costaba 10 pesos. Alberto acostumbraba ir a ese prostíbulo despreciando aquellos más humildes de Bernal.  “Bitonguito de bayú de caché”, Gerardo solía llamarle así.  En realidad él se sentía cohibido con aquellas mujeres que tenían un aspecto mas profesional y figuras bellísimas, sobre todo Roxana, una puta de rango, que tenía entre sus clientes a un Senador y al jefe de la demarcación de la policía.
                                                                                                                                             No había llegado ante el prostíbulo cuando se dejó escuchar una poderosa      explosión.  La puerta del prostíbulo se entreabrió y una mujer con expresión asustada asomó su rostro.

-¡Coño, entra ya pepillo…Esto se va a poner bien feo…!

La mano de la mujer se aferró sobre el brazo de Gerardo y prácticamente lo forzó a entrar.
        
-Esa bomba sonó bien cerca…Horita la policía se va a aparecer por aquí… Entra en aquel cuarto y encuérate…─ le apresuró.

Gerardo la reconoció enseguida en la semipenumbra de la sala. No era otra que Roxana. Deliciosa, sensual, y desnuda desde la cintura hacia arriba. Empujando a Gerardo, sus sólidos senos palpitaban.

De inmediato se escuchó el ulular de las patrulleras policíacas.

-Colombiana, eh, cálmate… No hay problemas… La bombita es cosa de todos los días…

-Sí ─ afirmó la prostituta ─ pero también es cosa de todos los días que cuando no agarran al que puso la bomba, se desquiten con el primer muchacho que les caiga gordo… ¡Métete en la cama! ─ exigió ─… y quédate en cueros, por favor…

Roxana no esperó a que Gerardo accediera a su petición y ella misma comenzó a desnudarlo. Una extraña sensación de timidez y erotismo invadió a Gerardo, mientras la mujer le ayudaba a desnudarse.  Cuando quedó totalmente desnudo, Roxana se despojó de la diminuta ropa interior que vestía. Su sexo exuberante se le mostró en todo su esplendor.

-¡Acuéstate! ─ ordenó la mujer y acto seguido se acostó junto a él.  Gerardo se daba cuenta de que iba teniendo una erección…

-Después…─ le dijo ella ─ Ahora quédate tranquilo… ¡Ojalá no se aparezcan por aquí!

Unos golpes fuertes en el exterior.

-¡Shh! ─ Roxana hizo un gesto para que guardara silencio ─ Ya están ahí…

-Pero…─ intentó protestar Gerardo ─ ¿A qué vienen tantos aspavientos…? Yo no he hecho nada…

-¡Cállate, yo sé lo que hago!

Una de las chicas del prostíbulo asomó la cabeza a través de la puerta. Y casi susurrando, dijo: “Es el Teniente Polanco…”

Antes que Roxana pudiera contestar, apareció en el umbral un oficial de policía. El rostro con expresión de pocos amigos. En la mano sostenía una Thomson.

-A ver, Colombiana… ¿Quién es el tipito ese que está contigo?

Cubriéndose a penas con una toalla se levantó Roxana y fue hasta el oficial, ocultando con su cuerpo la vista de Gerardo. Sus hermosas y duras nalgas quedaron expuestas a la mirada de Gerardo; sin embargo el embarazo de la situación, que se le antojaba ridícula, le imponía una desacostumbrada timidez, con un gesto nervioso cubrió su desnudez con la sábana.

-¡Qué manera de interrumpirle a una…! ─ La más melosa de sus sonrisas se dibujó en su rostro.

-¡ Deja la putería pa’ otro momento…! ¿Quién es el gallo ese?

Señaló con la punta de la sub ametralladora a Gerardo.

-¿Qué pasa con él?

-Un poco después de sonar el petardito, me informaron que este entró aquí y venía del lado en que pusieron la bomba…

Roxana soltó una carcajada.

-Teniente Polanco, dile a tus chivatos que te informen bien y no te hagan perder tu tiempo… Ese es mi marido…

El policía miró con rabia a la mujer. Quiso apartarla con un movimiento brusco.

-¡Cuidado, Polanco! ─ contestó indignada Roxana ─ A mí no me trates así, recuerda que yo tengo mis amigos… Y uno de ellos es tu jefe…

El militar se detuvo en seco, pero sin dejar de mirar a Gerardo por encima del hombro de la mujer. Titubeó.

-No me digas ahora que te echas pepillos por maridos…

-Ese es asunto mío, Polanco… Yo me echo al marido que yo quiera, recuerda que yo no tengo chulos

-Te digo que ese gallo tiene cara de revoliquero…─ No obstante, su rostro se suavizó con una sonrisa ─ OK, Colombiana, voy a creerte… Oye tú ─ Se dirigió a Gerardo ─ Mira a ver en que te metes, porque si de verdad eres uno de esos del 26, como te agarre te voy a cortar los huevos… Y se te acaba la acostadera con hembras como la Colombiana…

Gerardo no se atrevió a contestar. Polanco se volvió hacia Roxana con expresión cínica en el rostro y en la voz.

-Me voy… Cuida a tu chamaco… Sigue con tu templadera que yo tengo mucho que hacer.

Cerró Roxana la puerta. Suspiró aliviada. Y se volvió a Gerardo dejando caer la toalla sobre el piso.

-Hay un chivatón que viene al bayú de vez en vez, solo a sapear y te ha visto a ti y a tu amigo, el trigueñito bonito, y Uds. no le caen nada bien… Además, en una ocasión tú estuviste hablando una bola de mierda sobre el gobierno y el tipo te oyó… Me dijo que Uds. me perjudicarían…

Gerardo se incorporó de un salto.

-¿Cómo…cómo es eso? ¿Quién es el tipo?

-Olvídalo… Solo te advierto….

-Quiero saber quien es…

-Para joderte ¿verdad?

Sentada al borde de la cama, Roxana pasó su mano acariciando tiernamente el cabello de Gerardo.  Delicadamente le empujó hasta acostarle.

-Detesto a estos matarifes uniformados, muchacho.  Acuéstate, nené y vamos a disfrutar… La emoción del momento me ha excitado… Tengo deseos de hacer sexo contigo… Tu fogosidad juvenil me enerva…

Su boca se apretó contra el pecho de Gerardo, lamiendo su piel y descendiendo hasta sus genitales…

Noche de pasión. Roxana no le permitió a Gerardo abandonar el prostíbulo y su cama hasta ya entrado el amanecer.  Ahítos de orgasmos se quedaron dormidos profundamente. Eran las ocho de la mañana cuando la ramera despertó a Gerardo.

-Ahora ya puedes irte… Pero una advertencia: Esto no se va a repetir… no te hagas la idea de que me ligaste… Fui yo quien te quiso gozar. Nada hay entre nosotros, si te gustó lo que tengo entre las piernas lo puedes tener cuantas veces quieras… ─ sonrió ─  siempre que tengas con que pagarlo…

Las puticas lo despidieron con sonrisas maliciosas.  Bernal ahora parecía dormido. Caminó hasta Aguila con unos tremendos deseos de comer cualquier cosa.  Una cafetería. Una medianoche y un vaso de café con leche.

No le quedó más remedio que soportar los regaños de su madre, la letanía habitual de preguntas, el dónde estabas, el con quien estabas, el ya te crees todo un hombre…  “Con 19 años todavía Uds. son unos come mierda”.

Se metió bajo la ducha. No había agua caliente, pero necesitaba despejar su cabeza y… “quitarme la peste a puta que tengo por todo el cuerpo”.

La madre se fue para la misa de las 9 de la mañana y se llevó con ella a Tico y Marianita. Como siempre no pudo arrastrar a Ignacio hasta la iglesia. Ignacio con sus 15 años de edad prefería irse a jugar pelota en el solar vacío de la otra cuadra o comer mierda escuchando rock n’ roll de los Comets, Elvis o Lil Richard en la casa de un bitonguito amigo suyo e hijo de un procurador, un “pica pleitos” de segunda, como lo calificaba René, su viejo, su padre.

Ya era febrero y René  no se encontraba en la casa.  El trabajaba en tiempos de zafra en un central de Camaguey.  En “tiempo muerto” era empleado de una fundición que se encontraba por el Barrio de Atarés.  Gerardo sentía devoción por su padre (“tremendo tipo que es mi viejo”). Un hombre que ya estaba en los 50 y con una gran experiencia de la vida.  Sus consejos, dados como sugerencia, nunca con el tono de superioridad de padre a hijo o de “viejo” a joven, siempre fueron bien apreciados y recibidos por Gerardo, aunque la mayor parte de las veces los escuchaba y luego hacía lo que mejor se le ocurriera. Cuando las cosas le salían mal, René le miraba por encima de los espejuelos, movía la cabeza y su mirada decía muy bien su mensaje, algo así como: “te lo advertí” o “te lo dije y no hiciste caso”.

-“¡Al fin, solos!” ─ exclamó Gerardo.

Encendió el radio y buscó su emisora favorita para dormir, Radio Enciclopedia, con sus transmisiones de música instrumental.

Mediodía.  La casa llena de ruidos. Ignacio con el radio a todo dar. Tico pidiendo el almuerzo y Marinita pegada a la madre y lloriqueando.  Llora por cualquier cosa.

Un plato humeante de harina de maíz…”con chicharroncitos y manteca de puerco”; pero él detesta la harina y mucho más, caliente como lava, como ahora, servida en su plato sobre la mesa, y el tener que ir comiéndola desde los bordes del plato hacia el centro, y soplar la cuchara cada vez que se la lleva a la boca para evitar que se le cocine el esófago… “Ya hubiéramos querido una harina  como esta en tiempos de Machado” apostilla la madre;  pero no estamos en tiempos de Machado sino de Batista: “Batista es el hombre… o ¿es el hambre?”

-¡Muchacho, reposa la comida! ¡Otra vez para la calle!

Estoicamente resiste los reproches maternos.  Dicen que las madres no ven o no quieren ver, no comprenden o no quieren comprender, que los hijos se hacen adultos y que ellos desean tener sus propias vidas; que ya el cordón umbilical hace mucho se ha secado.

Pero no son de paz los días que corren.

Las madres viven muriendo de miedo.  Los periódicos informan la muerte violenta de muchos jóvenes. Son días de furias. El odio recorre las calles. Hay temor.  Lo abstracto se eleva sobre lo concreto. Las ideas matan. La sangre se derrama para aplacar al dios de la historia. La Historia es un dios más sediento de sangre que los desaparecidos dioses aztecas.

La violencia está en la calle, agazapada, dando zarpazos, sin mostrarse con un rostro visible, a escondidas. Pero se siente, se percibe.

Gerardo hace un gesto de fastidio. Y sale a la calle en dirección a la esquina habitual.  De Alberto no hay rastros.  No queda más remedio que ir hasta Dolores donde él vive, unas seis cuadras.  Por suerte no son los días de calor y ese día en particular es ligeramente frío.

Las calles hablan con su lenguaje mudo de grafitis.  “Abajo Batista.JS”, “M-26-7”, “Muera Batista”

En Dolores, casi llegando a la Calle 20, está la casa donde vive Alberto. Un jardín, pequeño, con flores de pascua, rosas, claveles. La fachada pintada de rosado. El portal. La puerta de hierro y cristal. Cruza la verjita. Toca el timbre de la puerta. Espera. Las persianas de la ventana se abren.  Se abre la puerta.

Era la hermana mayor de Alberto. Bata de casa azul.

-No, Gerardito, Alberto no está… Después de almuerzo salió con un amigo…
   
-¿Un amigo? ¿Cuál amigo?

-No lo conozco… Uno que se ve muy decente y bien educado… Quizá tú lo conoces… Es alto, trigueño, de piel muy blanca, viste bien… ¡Ah, y más o menos de la misma edad de ustedes!

Gerardo repasó mentalmente la nómina de amigos comunes y no pudo hacer coincidir la descripción dada con alguno de sus conocidos.

-No tengo ni la menor idea de quien pueda ser… ¿A dónde dijeron que irían?

-No sé, a ver una película en el Vedado… algo así… Tú sabes como es Alberto, yo no me meto mucho en sus cosas.

Tal vez, se dijo Gerardo para sus adentros, ese amigo es el mismo que él quería presentarme ayer en el Bar Lawton. ¡Vaya misterios con el dichoso personaje!

La muerte estaba en la palma de su mano. Alberto sentía su peso y su frialdad. Un sentimiento desconocido le embargó. El sentimiento del poder. Tener el instrumento de la muerte en su mano, le confería una siniestra sensación de poder; el poder de decidir quien debía morir.

-Luger Parabellum… un arma de fría precisión y de fuerza diabólica, el arma de los oficiales nazis.

La pistola estaba en su mano. Una maravilla de la industria de muerte alemana.

-¿En alguna ocasión has utilizado un arma de fuego?

Alberto negó con la cabeza sin dejar de contemplar extasiado la pistola.

El hombre joven que le acompañaba sonreía observando la admiración de Alberto. Vestía informalmente pero con elegancia. Su ropa debía haber sido comprada en la tienda El Encanto y los zapatos unos Ingelmos de tal vez cuarenta pesos.

-Me gustaría poseer un hierro como este, Monte.

El llamado Monte tomó el arma de manos de Alberto y la enfundó en su cintura, metida dentro del pantalón.

-Esto no es una película de indios y cowboys… Este hierro es para defensa y para conquistar la victoria, no es un juguete.

Alberto y Monte se hallaban sentados dentro de un diminuto salón en el segundo piso del edificio del Gran Templo Masónico de La Habana. Habían estado conversando durante un largo rato mientras esperaban la llegada de otra persona, un estudiante de la Escuela de Veterinaria que debía entrevistarse con Alberto. Durante su conversación Monte le había dado algunos datos personales. Había  nacido en la occidental provincia de Pinar del Río. Cursaba el segundo año de la carrera de arquitectura. Sí, conocía muy bien a José Antonio; de hecho eran buenos amigos.  Al igual que Alberto, Monte era muy aficionado al baloncesto y era integrante del quinteto de ese deporte que representaba a la Facultad de Arquitectura. 

La puerta se abrió y entró un hombre de alrededor de treinta años de edad, de facciones mestizas y cabello corto; usaba espejuelos y era alto y extremadamente delgado.  Saludó alegremente al entrar. Cerró la puerta tras de sí y se acercó extendiendo la mano en saludo a Alberto y a Monte.

-Este es el muchacho de quien hablara Wilfredo, ¿verdad?

-El mismo que viste y calza…

El joven observó con simpatía a Alberto.

-Mi nombre es… ¡Bueno, mi seudónimo!..., es Leonel… Así me conocerás, como a mi buen amigo lo conoces como Monte, a mí me llamarás por Leonel… Se sentó frente a Alberto moviendo una silla para colocarse delante de él ─ José Antonio dio el visto bueno para ti… Como eres recomendado por Wilfredo y él goza de toda su confianza… eres bienvenido… Trabajarás conmigo… Conque estudiante de los Maristas ¿eh?

-Sí ─ afirmó Alberto.

El autodenominado Leonel sonrió alegremente.

-Yo hice mi primaria en los Maristas de mi pueblo, Remedios.

Extendió su mano para estrechar la de Alberto en un modo que a este le pareció afectuoso y quizá un poco exagerado.

-Dentro de poco nos volvemos a poner en contacto y tendrás que cumplir una misión ─ indico Leonel con una sonrisa ─ No es muy peligrosa pero sumamente importante… Ya se te dirá en que consiste… ¿De acuerdo, Fernando?
            
-No, mi nombre es Alberto…

Monte y Leonel rieron alegremente.

-Ese nombre te lo guardas para tu familia, para la jevita, para cualesquiera otros… Aquí, en la revolución tu nombre será Fernando.

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