domingo, 27 de septiembre de 2015

Discurso del Papa Francisco ante la Naciones Unidas

25 de septiembre de 2015



Señor Presidente,
Señoras y Señores:


Una vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios políticos y técnicos que les acompañan, al personal de las Naciones Unidas empeñado en esta 70ª Sesión de la Asamblea General, al personal de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la humanidad.


Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las esperanzas que pone en sus actividades.


La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas no resueltos, pero es evidente que, si hubiera faltado toda esa actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización.


Rindo por eso homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones humanitarias, de paz y de reconciliación.


La experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos es siempre necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones. Tal necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros internacionales han de velar por el desarrollo sustentable de los países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y dependencia.


La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y ─ a la vez – grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente y acabando con la exclusión.


Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero “derecho del ambiente” por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. El hombre, aun cuando está dotado de “capacidades inéditas” que “muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico” (Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad. Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos, junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).


El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los recursos materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o porque están privados de los conocimientos e instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión política. La exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada “cultura del descarte”.


Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la Conferencia de París sobre cambio climático logre acuerdos fundamentales y eficaces.


No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aun cuando constituyen un paso necesario para las soluciones. La definición clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.


La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos ─ metas, objetivos e indicadores estadísticos ─, o creer que una única solución teórica y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.


Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se desarrolla la socialidad humana ─ amigos, comunidades, aldeas y municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones ─. Esto supone y exige el derecho a la educación ─ también para las niñas, excluidas en algunas partes ─, que se asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.


Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Ese mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad del espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y los otros derechos cívicos.


Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad del espíritu y educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana.


La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre: “El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza” (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve perjudicada “donde nosotros mismos somos las últimas instancias [...] El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos” (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136).


Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el ideal de “salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra” (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de “promover el progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia libertad” (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables.


La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y entre los pueblos.


Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de existencia de las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.


El Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz, la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre presente a la proliferación de las armas, especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua ─ y posiblemente de toda la humanidad ─ son contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser “Naciones unidas por el miedo y la desconfianza”. Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.


El reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.


En ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de las intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz con la propia vida o con la esclavitud.


Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de conflicto, como en Ucrania, en Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en material de descarte cuando solo la actividad consiste en enumerar problemas, estrategias y discusiones.


Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto de 2014, “la más elemental comprensión de la dignidad humana [obliga] a la comunidad internacional, en particular a través de las normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y religiosas” y para proteger a las poblaciones inocentes.


En esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra “asumida” y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones.


Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne: “Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán [...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad” (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: “El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas” (ibíd.).


La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.


Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia, renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, “el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo” (ibíd.).


El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura en mi tierra natal, canta: “Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.
El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo “todo fundamento de la vida social” y por lo tanto “termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los propios intereses” (Laudato si’, 229).


El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium, 223). No podemos permitirnos postergar “algunas agendas” para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.


La laudable construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Lo será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano.



La bendición del Altísimo, la paz y la prosperidad para todos ustedes y para todos sus pueblos. Gracias.

viernes, 25 de septiembre de 2015

DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO FRENTE AL CONGRESO DE EE UU

24 Sep. 2015


 Les agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la palabra en esta sesión conjunta del Congreso en “la tierra de los libres y en la patria de los valientes”. Me gustaría pensar que lo han hecho porque también yo soy un hijo de este gran continente, del que todos nosotros hemos recibido tanto y con el que tenemos una responsabilidad común.


Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y social. La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la actividad legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación. Ustedes son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda constante y exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo de la política. La sociedad política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer las necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros, especialmente de los que están en situación de mayor vulnerabilidad o riesgo. La actividad legislativa siempre está basada en la atención al pueblo. A eso han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.


Se trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de Israel simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia de unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la figura de Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su labor: ustedes están invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y semejanza plasmada por Dios en cada rostro.


En esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos. Aquí junto con sus Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar con miles de hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar honradamente, para llevar el pan a su casa, para ahorrar y ─ poco a poco ─ conseguir una vida mejor para los suyos. Que no se resignan solamente a pagar sus impuestos, sino que ─ con su servicio silencioso ─ sostienen la convivencia. Que crean lazos de solidaridad por medio de iniciativas espontáneas pero también a través de organizaciones que buscan paliar el dolor de los más necesitados.


Me gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a través del voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos. Sé que son muchos los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos construyendo esta tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes que luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de los adultos. Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a partir de la memoria de su pueblo.


Mi visita tiene lugar en un momento en que los hombres y mujeres de buena voluntad conmemoran el aniversario de algunos ilustres norteamericanos. Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades propias de los seres humanos, con sus muchas diferencias y límites, estos hombres y mujeres apostaron, con trabajo, abnegación y hasta con su propia sangre, por forjar un futuro mejor. Con su vida plasmaron valores fundantes que viven para siempre en el alma de todo el pueblo. Un pueblo con alma puede pasar por muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar los recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad. Estos hombres y mujeres nos aportan una hermenéutica, una manera de ver y analizar la realidad. Honrar su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar, en el hoy de cada día, nuestras reservas culturales.


Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.


Estamos en el  ciento cincuenta aniversario del asesinato del Presidente Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad». Construir un futuro de libertad exige amor al bien común y colaboración con un espíritu de subsidiaridad y solidaridad.


Todos conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante situación social y política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez más un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida incluso en el nombre de Dios y de la religión. Somos conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas formas de aberración individual o de extremismo ideológico. Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo de fundamentalismo de índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar. Y, por otra parte, puede generarse una tentación a la que hemos de prestar especial atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos; permítanme usar la expresión: en justos y pecadores. El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán  de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No.


Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy. También en el mundo desarrollado las consecuencias de estructuras y acciones injustas aparecen con mucha evidencia. Nuestro trabajo se centra en devolver la esperanza, corregir las injusticias, mantener la fe en los compromisos, promoviendo así la recuperación de las personas y de los pueblos. Ir hacia delante juntos, en un renovado espíritu de fraternidad y solidaridad, cooperando con entusiasmo al bien común.


El reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del espíritu de colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la historia de los Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la urgencia de tal desafío exige poner en común los recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos en sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las convicciones de conciencia.


En estas tierras, las diversas comunidades religiosas han ofrecido una gran ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante, hoy como en el pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y de amor, que busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad, pueda seguir siendo escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento en la lucha por erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud, que son fruto de grandes injusticias que pueden ser superadas sólo con nuevas políticas y consensos sociales.


Apelo aquí a la historia política de los Estados Unidos, donde la democracia está radicada en la mente del Pueblo. Toda actividad política debe servir y promover el bien de la persona humana y estar fundada en el respeto de su dignidad. “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos está la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” (Declaración de Independencia, 4 julio 1776). Si es verdad que la política debe servir a la persona humana, se sigue que no puede ser esclava de la economía y de las finanzas. La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que esto conlleva, pero los aliento en este esfuerzo.


En esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años atrás, Martin Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la campaña por realizar el “sueño” de plenos derechos civiles y políticos para los afro-americanos. Su sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me alegro de que Estados Unidos siga siendo para muchos la tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la acción, a la participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de más profundo y auténtico hay en los pueblos.


En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad. Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre fueron respetados. A estos pueblos y a sus naciones, desde el corazón de la democracia norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento. Aquellos primeros contactos fueron bastantes convulsos y sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios del presente. Sin embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir ahora en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos las nuevas generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda a los “vecinos”, a todo lo que nos rodea. Construir una nación nos lleva a pensarnos siempre en relación con otros, saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la lógica de la recíproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.


Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde los tiempos de la II Guerra Mundial. Lo que representa grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en este continente, las miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para nuestros hijos? No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien mirar a las personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación. Una respuesta que siempre será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: “Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes” (Mt 7,12).


Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo.


Esta certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición mundial de la pena de muerte. Estoy convencido que este es el mejor camino, porque cada vida es sagrada, cada persona humana está dotada de una dignidad inalienable y la sociedad sólo puede  beneficiarse en la rehabilitación de aquellos que han cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos Obispos aquí, en los Estados Unidos, han renovado el llamamiento para la abolición de la pena capital. No sólo me uno con mi apoyo, sino que animo y aliento a cuantos están convencidos de que una pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación.


En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.


¡Cuánto se ha progresado, en este sentido, en tantas partes del mundo! ¡Cuánto se viene trabajando en estos primeros años del tercer milenio para sacar a las personas de la extrema pobreza! Sé que comparten mi convicción de que todavía se debe hacer mucho más y que, en momentos de crisis y de dificultad económica, no se puede perder el espíritu de solidaridad internacional. Al mismo tiempo, quiero alentarlos a recordar cuán cercanos a nosotros son hoy los prisioneros de la trampa de la pobreza. También a estas personas debemos ofrecerles esperanza. La lucha contra la pobreza y el hambre ha de ser combatida constantemente, en sus muchos frentes, especialmente en las causas que las provocan. Sé que gran parte del pueblo norteamericano hoy, como ha sucedido en el pasado, está haciéndole frente a este problema.


No es necesario repetir que parte de este gran trabajo está constituido por la creación y distribución de la riqueza. El justo uso de los recursos naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía del espíritu emprendedor son parte indispensable de una economía que busca ser moderna pero especialmente solidaria y sustentable. “La actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común” (Laudato si’, 129). Y este bien común incluye también la tierra, tema central de la Encíclica que he escrito recientemente para “entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común” (ibíd., 3). “Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos” (ibíd., 14).


En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable para “reorientar el rumbo” (N. 61) y para evitar las más grandes consecuencias que surgen del degrado ambiental provocado por la actividad humana. Estoy convencido de que podemos marcar la diferencia y no tengo alguna duda de que los Estados Unidos ─ y este Congreso  ─ están llamados a tener un papel importante. Ahora es el tiempo de acciones valientes y de estrategias para implementar una «cultura del cuidado» (ibíd., 231) y una “aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza” (ibíd., 139). La libertad humana es capaz de limitar la técnica (cf. ibíd., 112); de interpelar “nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder” (ibíd., 78); de poner la técnica al «servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (ibíd., 112). Sé y confío que sus excelentes instituciones académicas y de investigación pueden hacer una contribución vital en los próximos años.


Un siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en palabras del Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el monje cisterciense Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración espiritual y guía para muchos. En su autobiografía escribió: “Aunque libre por naturaleza y a imagen de Dios, con todo, y a imagen del mundo al cual había venido, también fui prisionero de mi propia violencia y egoísmo. El mundo era trasunto del infierno, abarrotado de hombres como yo, que le amaban y también le aborrecían. Habían nacido para amarle y, sin embargo, vivían con temor y ansias desesperadas y enfrentadas”. Merton fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones.


En tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos que se han realizado en los últimos meses y que ayudan a superar las históricas diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado. Es mi deber construir puentes y ayudar lo más posible a que todos los hombres y mujeres puedan hacerlo. Cuando países que han estado en conflicto retoman el camino del diálogo, que podría haber estado interrumpido por motivos legítimos, se abren nuevos horizontes para todos. Esto ha requerido y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de responsabilidad. Un buen político es aquel que, teniendo en mente los intereses de todos, toma el momento con un espíritu abierto y pragmático. Un buen político opta siempre por generar procesos más que por ocupar espacios (cf. Evangelii gaudium, 222-223).


Igualmente, ser un agente de diálogo y de paz significa estar verdaderamente determinado a atenuar y, en último término, a acabar con los muchos conflictos armados que afligen nuestro mundo. Y sobre esto hemos de ponernos un interrogante: ¿por qué las armas letales son vendidas a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos conocemos, es simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico de armas.


Tres hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños: Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se vive en la pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social y los derechos de las personas; y Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la apertura a Dios.


Cuatro representantes del pueblo norteamericano.


Terminaré mi visita a su País en Filadelfia, donde participaré en el Encuentro Mundial de las Familias. He querido que en todo este Viaje Apostólico la familia fuese un tema recurrente. Cuán fundamental ha sido la familia en la construcción de este País. Y cuán digna sigue siendo de nuestro apoyo y aliento. No puedo esconder mi preocupación por la familia, que está amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el exterior. Las relaciones fundamentales son puestas en duda, como el mismo fundamento del matrimonio y de la familia. No puedo más que confirmar no sólo la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y la belleza de vivir en familia.


De modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos componentes de la familia que parecen ser los más vulnerables, es decir, los jóvenes. Muchos tienen delante un futuro lleno de innumerables posibilidades, muchos otros parecen desorientados y sin sentido, prisioneros en un laberinto de violencia, de abuso y desesperación. Sus problemas son nuestros problemas. No nos es posible eludirlos. Hay que afrontarlos juntos, hablar y buscar soluciones más allá del simple tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar una familia.


Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres “soñar” con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de Merton.


Me he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural, del alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y crezca, para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha permitido a muchos soñar. Que Dios bendiga a América

Fuente: Radio Vaticana. 

domingo, 13 de septiembre de 2015

Transición hacia la transición (Parte III)

“El pueblo que no ama la verdad es el esclavo natural de todos los malvados”. Nicolás Maquiavelo



El papel de la oposición

El régimen castrista no está dispuesto a abrirse hacia una vía que conduzca a la transición democrática. Todo su empeño es mantener el statu quo de poder, de aquí que se mueva hacia un nuevo plano de confrontación. Desesperado porque prevé un estado de crisis permanente que pudiera conducir a una insurrección, tiende puente de plata a los Estados Unidos con el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y siempre, en el trasfondo, con sus miras puestas en el flujo financiero que pudiera provenir de Estados Unidos posibilitándole un replanteo del sistema y de su poder; pero sin renunciar ni siquiera a una onza de ese poder.

El castrismo, por medio de los proyectos raulistas, intenta poner en práctica el concepto dialéctico de la negación de la negación, apartándose del modelo de legalidad que Weber definía como “carismática” ─ periodo de Dominio de Fidel Castro ─, la negación, para llegar a una nueva negación, una nueva identidad: el totalitarismo abierto al mercado o periodo de totalitarismo pragmático.

Ante la disyuntiva del ser o no ser ─ la continuidad del totalitarismo desde un nivel de mayor eficiencia o la transición hacia la democracia ─ la oposición cubana podría y debería convertirse en el factor impulsor del cambio.

Pero para ser factor de cambio, la oposición debe romper, en primer lugar, con su mentalidad de Ghetto, es decir, abrirse hacia la sociedad, salir de los límites de una organización aislada del resto de los otros grupos y actuar con verdadero sentido de activismo político. Y al igual que el régimen castrista se niega a sí mismo para entrar en una nueva organización de poder, la oposición debe negarse a sí misma ─ en el sentido hegeliano del devenir ─ para alcanzar una nueva negación; es decir pasar de una forma rudimentaria de actuación hacia otra forma organizativa y de actuación superior.

La oposición debe ganar autoridad ante la sociedad inspirando confianza y respeto. Sin embargo, la confianza y el respeto se ganan solo por la persuasión, un recurso que no ha sido del dominio opositor. Cuando se gana autoridad se puede inducir a las personas a tener un comportamiento determinado, a mover grupos hacia el cumplimiento de determinados fines.

El objetivo de cualquier organización política es alcanzar el poder y este objetivo debe estar presente en la proyección y en la actuación de la oposición. Alcanzar el poder para transformar el Estado totalitario en un Estado de Derecho, plural y democrático, y saltar de un ordenamiento jurídico de legitimación de la dictadura castrista hacia un ordenamiento jurídico que sustente la democracia. En política no caben eufemismos para edulcorar sus objetivos, tal como lo expresa Max Weber:

Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al “poder por el poder”, para gozar el sentimiento de prestigio que él confiere”.

En la conciencia social de Cuba, el régimen castrista ha dejado de ser reconocido como poder legítimo y ya solo le queda, como accionar de su legitimidad y de la eficacia de su ordenamiento estatal, la coacción, es decir, la fuerza del poder para ejercitar la violencia y la represión. De este modo, tiene el poder, aunque no la autoridad, para imponer el acatamiento de sus leyes y punir, castigar, al infractor. Así el balance de acatamiento se encuentra en dos polos, el rechazo al gobierno y el temor a la represión; y este temor, que es generalizado, induce al quietismo, a la inacción del rechazo.


En estas condiciones presentes, el papel fundamental de la oposición es convertir la persuasión en un arma de lucha para inducir en la población la confianza en sus propias fuerzas y así hacer vencer el miedo. Algunos grupos opositores han pretendido convencer con actos cuasi heroicos, retando públicamente al régimen, con demostraciones públicas y conatos de desfiles de protesta. Pero estos actos de valentía, que rápidamente son reprimidos por el aparato policiaco, solo sirven para generar más temor en la población al constatar la violencia con que el régimen ahoga las protestas.

Estrategia política

Más que valor, que se requiere ciertamente, más que audacia, que también es necesaria, en la labor de la oposición, se requiere, inteligencia. Es la imperiosa necesidad de confeccionar una estrategia de acción, no necesariamente violenta, que le permita a la oposición, al decir de Sun Tzu, tener la seguridad de poder obtener provecho de la situación según lo exijan las circunstancias sin estar vinculada a procedimientos determinados, sino a los que el momento especifico imponga. Debe conocerse las capacidades con que se cuenta, los puntos fuertes del gobierno y sus puntos débiles; apreciar quienes pudieran ser aliados,  conocer perfectamente el terreno donde se actúe y evitar un enfrentamiento directo con las fuerzas represivas. Un criterio muy importante que se debe tener en cuenta es el dado por Sun Tzu en El Arte de la Guerra, pero válido también en el activismo político:

Si conoces a los demás y te conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro; si no conoces a los demás, pero te conoces a ti mismo, perderás una batalla y ganarás otra; si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás peligro en cada batalla”.

Conocimiento es la palabra clave. Conocer las aptitudes de cada uno de los miembros de la organización opositora, saber quiénes son los más hábiles y dedicados; quiénes son los que poseen esa cualidad que se conoce como “don de gentes”. Y detectar con astucia, sin caer en lo paranoico, a los provocadores que puedan estar infiltrados en la organización, para bloquear y anular su labor de zapa.

No hay que perder de vista que el castrismo es un sistema policiaco en primera instancia, un sistema de “gobernantes gendarmes”, para emplear el término que usara Juan José Arévalo al definir a los gobiernos latinoamericanos de los años 40, “instalados en el poder ─ al igual que los Castro ─ para mantener intactas las leyes que perpetúan los sistemas de explotación”, como hoy es el caso del sistema comunista, un sistema de explotación y despojo. Esta condición de Estado policiaco le confiere a la vez, su fuerza y su vulnerabilidad; vulnerabilidad, porque en la medida que incremente la represión, así pierde en el favor, en la estimación popular y es más susceptible a ser abatido por un fuerte movimiento opositor porque cierto es lo que se dice, que “los Poderosos quieren oprimir, el pueblo sólo quiere no ser oprimido”.

Si, conocimiento: “Hacerte invencible significa conocerte a ti mismo; aguardar para descubrir la vulnerabilidad del adversario significa conocer a los demás”.

Activismo político

La oposición debe estar capacitada para el activismo político, priorizar el activismo dentro de la población, dentro de las masas, para hacerse conocida, real, vigente y no continuar siendo un ente etéreo en la imaginación popular. Los líderes de la oposición son más conocidos en el exterior, en los círculos del exilio y por la Seguridad del Estado y apenas son una referencia dentro de la población interna.

El exilio, por su parte debiera comportarse como la retaguardia segura de la oposición interna, dándole apoyo, tanto moral como económico, sin intentar dirigirla o controlarla según sus intereses grupales.

El activismo es lo totalmente opuesto al quietismo. En el activismo cabe efectuar manifestaciones o demostraciones organizadas, tales como marchas de simpatizantes, obtención de firmas a favor de la causa, denuncias de violaciones de derechos humanos; pero no solo eso, sino también el accionar, actuando sobre las conciencias, moverse dentro de los espacios legales o dentro de la ilegalidad (en una dictadura) por medio del proselitismo y haciendo propaganda a favor de la causa que se defiende para alcanzar consensos en temas esenciales para la sociedad y agrupar en torno al movimiento opositor a un gran número de adherentes. El activismo debe ser público y, al mismo tiempo, secreto.

El activismo es la acción dirigida a la persuasión para ganar apoyo y confianza dentro del pueblo y luego, cuando se posean fuerzas, el activismo puede asumir la forma de la agitación política. Todo esto se puede lograr con el conocimiento de la psicología de las multitudes y aprovechar las preocupaciones y las sensibilidades de las masas agitando consignas movilizadoras de impacto para impulsarlas a la acción.

La palabra de orden, no obstante, es no precipitarse sino que lo primero sea organizarse y prepararse y luego actuar. Mientras tanto el activismo podrá ejercitarse haciendo uso del limitado espacio democrático que ofrecen las asambleas de rendición de cuentas de los delegados de circunscripciones para ser oídas las propuestas opositoras, planteadas inteligentemente, y sin el propósito de boicotear el acto. En estas asambleas los activistas deben ser capaces de conocer las inquietudes de la población del lugar y exigir se den respuestas adecuadas a esas inquietudes y soluciones a los problemas concretos del lugar, convirtiéndose de este modo en los voceros del pueblo. No se debe perder cualquier oportunidad de debate y denuncia públicos y mucho menos por consideraciones ideológicas, ni por creer que participando en esas asambleas se esté legitimando al Poder.

El activismo político de persuasión de la oposición debe dirigirse también hacia los círculos intelectuales; para ello debe preparar activistas idóneos con contactos con los intelectuales con capacidad para hacer captaciones. En todo proceso de transición política, la intelectualidad juega un papel de primer orden. Conquistar el apoyo de un número considerable de intelectuales ─ pintores, músicos, escritores, tanto como abogados, médicos y otros profesionales ─ es de vital importancia política.

Vías de penetración

La base de sustentación del régimen castrista prácticamente es inexistente, si aparentemente cuenta con cierto respaldo, es la costumbre inveterada del fingimiento presente en el seno de las masas populares; es la vida en la apariencia, de la que hablara Václav Havel. Ni siquiera en los núcleos del Partido existe una militancia monolítica. Existe desencanto dentro de las bases partidista, ya no abundan esos furibundos comunistas de los años anteriores a la perestroika soviética. Ahora solo quedan los oportunistas de siempre, los resignados, los defraudados que continúan con la militancia como resguardo y garantía de empleo. Estos son aliados potenciales de la oposición y pueden ser de mucha utilidad en la labor de crear conciencia.

Los antes bastión de la revolución y fuente imprescindible de vigilancia sobre la población y de delación, Comités de Defensa de la Revolución (CDR), han perdido la pasión “revolucionaria” y muchos de sus dirigentes de cuadra solo lo son como coartada existencial; ya no son los ojos y oídos del Ministerio del Interior en toda su extensión. Hacia esta organización se deberá dirigir el plan de captación de la oposición, y penetrar dentro de sus filas.

Se debe pensar en contar con activistas encubiertos dentro de los centros de trabajo que sagazmente capten adhesiones para el movimiento opositor y hacer, como los comunistas cuando se encuentran en la oposición, penetrar las secciones sindicales. Tal como lo expresara Juan José Arévalo, “el sindicato es uno de los más preciosos instrumentos para pedir, para exigir, para recuperar lo que a uno le están robando los estrategas del gran negocio social y político” y la oposición debe rescatar los sindicatos para que dejen de ser “la polea de transmisión” de las directivas del Partido Comunista y cumplan con el papel que les corresponde: la defensa de los intereses de los trabajadores, tales como la exigencia por mejoras de salario y de condiciones de trabajo.

Todo esto debe ser un trabajo sistemático conducido sin precipitaciones por activistas experimentados.

Prepararse ante la reacción de la dictadura

El régimen absolutista de los Castro y compañía no está dispuesto a cruzarse de brazos ante un poderoso e inteligente trabajo de activismo opositor y, respondiendo a su naturaleza intolerante, desatará una fuerte represión. La historia del sistema así lo evidencia.

El apoyo dado al Proyecto Varela con la recogida de más de diez mil firmas, fue la causa eficiente para que se declarara la violenta respuesta gubernamental en el proceso conocido como La Primavera Negra, no por la importancia que en sí mismo tuviera el Proyecto Varela, de escaso valor político, sino por la constatación del amplio rechazo popular al régimen que representaron esas más de diez mil firmas, lo que impulsó a Fidel Castro a desatar la represión dentro de los términos de la draconiana Ley 88. Fue el temor a la capacidad de movilización que un sector de la oposición pudo mostrar y lo que este activismo podría significar en el futuro.

Sin embargo dentro de la coyuntura política actual, el régimen no tiene las manos completamente libres para empeñarse en una represión masiva. Es mucho lo que puede perder, sus renovadas relaciones con los Estados Unidos pueden enturbiarse ante una respuesta desmesurada que dé al activismo opositor. Sus aspiraciones a favor del levantamiento del embargo podrían truncarse definitivamente. No obstante la oposición tiene que estar preparada para resistir una reacción violenta por parte del gobierno. Ellos no dudarán en renunciar a sus proyectos de renovación si ventean un movimiento que amenace a su hegemonía de poder; ya antes lo han hecho y no hay que dudar que lo vuelvan a hacer.

Conclusión


Sí, la oposición cubana puede ser un motor impulsor que origine los cambios necesarios para mover al gobierno en la dirección de una transición hacia la transición; sí y solo esto será posible cuando sepa organizarse y emprenda un acertado trabajo de activismo político hacia el interior del país.