viernes, 2 de diciembre de 2016

Voz de quien clama en el desierto

Mario J. Viera

En los tiempos bíblicos, aquellos difíciles tiempos que transcurrieron entre el reinado de Azarías y el reinado de Manasés, Isaías (Ieshaiáhu), el más culto y elaborado profeta de Israel previó la voz de aquel que clamaba en el desierto, una poderosa voz que pedía se allanaran caminos, se enderezaran las calzadas y que todo lo torcido se enderezara y todo lo áspero se allanara para que la luz se hiciera y la verdad fuera proclamada.

¿Quién escucharía la voz solitaria que gritaba en el desierto? ¿Cuántas solitarias voces no se han levantado para proclamar la verdad entre las soledades de las multitudes y no se escucharon quedado en el olvido de la soledad? Cuando los pueblos son sordos la voz que grita en el desierto es solo una voz que no alcanza ecos. Ni siquiera escuchan los pueblos sordos las advertencias de los Laocoonte que advierten del peligro de aceptar artilugios sospechosos que ocultan a sus enemigos. “Desconfío de los danaos (griegos) incluso cuando traen regalos”, clamó Laocoonte a los troyanos frente al caballo de madera construido por Ulises, pero los troyanos, no le escucharon; ¿por qué tenían que escucharle si estaban felices, contentos, si aparentemente habían ganado la guerra? Y pone Virgilio en boca de Laocoonte las palabras de advertencia: “¡Qué locura tan grande, pobres ciudadanos! ¿Del enemigo pensáis que se ha ido? ¿O creéis que los danaos pueden hacer regalos sin trampa? ¿Así conocemos a Ulises? O encerrados en esta madera ocultos están los aqueos, o contra nuestras murallas se ha levantado esta máquina para espiar nuestras casas y caer sobre la ciudad desde lo alto, o algún otro engaño se esconde: teucros, no os fieis del caballo. Sea lo que sea, temo a los danaos incluso ofreciendo presentes”.

Una voz alzada en las soledades del desierto. Una voz en el desierto fueron los periodistas del Münchener Post, Martin Gruber, Erhard Auer, Edmund Goldschagg y Julius Zerfass que advirtieron del peligro que representaba Adolf Hitler para Alemania en los años 20 y 30 si este llegara al poder[1]. Y no fueron escuchados...

¡Allanen los caminos y abran calzada ancha para la verdad!

Y en Cuba, en medio del entusiasmo popular, ciego y enardecido hacia el triunfador titánico contra el ejército regular, se levantaron voces de advertencia que fueron acalladas por un pueblo que solo escuchaba una sola voz, la del líder, la del héroe serrano, la del vencedor que prometía un futuro de maravillas para todo el pueblo. Él y solo él sería la voz. Su nombre, Fidel, se haría icónico, Todo sería ¡Fidel! Y Castro prometía un mundo nuevo de felicidad para todos; Cuba se convertiría en el país más desarrollado de toda la América Latina; Cuba sería la nueva tierra prometido donde manaba la leche y la miel. Y las muchedumbres aclamaban cada propuesta al grito de ¡Fidel! ¡Fidel! embrujadas por la palabra seductora, cual la serpiente del mítico relato bíblico del Edén. Prometía la más grande democracia, jamás conocida, y todas las turbas dijeron ¡Amén! Ya no se necesitaría de los viejos partidos; él era la respuesta; él y solo él, era lo que se necesitaba para anular lo viejo y construir lo nuevo.

Y Castro desde su tribuna exclamó: “¿Elecciones, para qué?” Y la multitud congregada para escuchar arrobada sus palabras, aclamó diciendo: “¡Ya votamos, ya votamos!”

Solo algunas voces aisladas advirtieron el peligro de no saber decir no cuando fuera necesario decir ¡No!, que no siempre hay que concederle al líder la decisión por todos; que no siempre hay que creer que todo lo que afirma el líder es palabra sagrada, ni repetir sus palabras como consignas de fe. Y aquellas voces fueron silenciadas ante las agresiones verbales de los agitadores de las turbas, dentro de los muros grises de las prisiones, frente al frío paredón de fusilamiento o conducidas al ostracismo de un largo exilio político.

Voces que clamaron en el desierto denunciaron que no se puede renunciar al derecho natural de pensar por sí mismo y no permitir que otros piensen en su lugar.

Si la prensa denunciaba y advertía, el líder la denunciaba como prensa corrupta y el periodismo en Cuba se hizo voz aislada, y no escuchada, que clamaba en el desierto; porque todos los demagogos que dominan a las multitudes odian al periodismo que le denuncia; porque todo dictador quiere acallar la opinión periodística.

El extravío de los pueblos, que no escuchan a la voz de quien clama en el desierto, que no prestan oídos a nuevos Laocoonte, siempre esos pueblos, por más cultos que sean, correrán el peligro de introducir dentro de sus murallas nuevos caballos de madera en cuyo vientre se esconden sus enemigos.  



[1] Antonio Maestre. Los periodistas que avisaron del peligro de Hitler. La Marea, 30 de abril de 2015

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