jueves, 30 de noviembre de 2017

Por la senda de nuestras tradiciones

Mario J. Viera



Reproduzco ahora este viejo artículo publicado en Cubanet el 4 de mayo de 1999, que redacté con motivo de la entrada en vigor de la ley dictada por el régimen castrista para reprimir al periodismo independiente y denominada “Ley No. 88 de Protección a la Independencia Nacional y la Economía de Cuba”. Como mantiene todavía vigencia lo reproduzco nuevamente.


“La libertad de la prensa es un medio de obtener las libertades civil y política, porque, instruyendo a las masas, rasgando el denso velo de la ignorancia, hace conocer sus derechos a los pueblos y pueden éstos exigirlos”.
Ignacio Agramonte y Loynaz



Por años, el gobierno de Cuba se ha declarado defensor decidido de nuestras tradiciones políticas, ésas que se engendraron en las mentes de nuestros próceres desde los tiempos duros cuando los cubanos se conquistaban su identidad como nación peleando en la manigua al filo de sus machetes. También el congreso de los representantes oficiales de nuestra cultura se decidió por la defensa de todas nuestras tradiciones. Pero, ¿se está cumpliendo realmente con esta presunción?

El ideal cubano se fue forjando paulatinamente, tomando del venero que ofrecieron los enciclopedistas franceses, los padres fundadores de los Estados Unidos y el anhelo siempre buscado y no siempre realizado de la tríada de la Francia de 1789: libertad, igualdad y fraternidad.

La búsqueda de la libertad como expresión del pleno disfrute de las potencialidades individuales, en antitética relación con el centralismo exagerado del despotismo monárquico y colonial, siempre constituyó el quid divinum de los pensadores cubanos del siglo XIX, entre los que descuellan con esplendor propio el sacerdote Félix Varela y el poeta José Martí.

Y en ese élan libertario, fundado sobre la imperiosa condición de conservar el individualismo al que Agramonte consideró como necesario para la sociedad, y que se funda sobre la dignidad plena de la persona humana, el arma esencial fue, más que el sable de caballería, la palabra como envoltorio sonoro o gráfico del pensamiento y de la opinión sincera. Toda la tradición política cubana se nuclea alrededor del principio de la libertad de expresión y de la libertad de prensa, y le son extraños la autocensura y el silencio tímido.

Varela, sacerdote y filósofo, se hizo periodista, al igual que Martí, de quien la mayor parte de su obra escrita está formada de crónicas y artículos redactados para varios periódicos del continente y para el que fundara con el nombre de Patria.

El periodismo, visto como el derecho al ejercicio del pensamiento libre al que, de acuerdo con Ignacio Agramonte, “corresponden la libertad de examen, de duda, de opinión, como fases o direcciones de aquél”, constituyó el firme cimiento de nuestras tradiciones políticas. Cercenar el derecho al ejercicio del periodismo independiente es como negar, como anular, el sustrato de nuestras tradiciones políticas y civiles.

Hace mal el gobierno de Cuba cuando limita el derecho de prensa al simple ejercicio de un periodismo alabardero y prohíbe con sanciones penales la opinión escrita, pacíficamente expresada, que no le sea favorable. Esto va en contra de toda nuestra historia, y en contra de la libertad del hombre. Renunciar a la libertad de la expresión periodística por temor a una ley de corte draconiano es renunciar a la propia libertad, que es, como dijera Rousseau, “renunciar a la cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad, incluso a sus deberes”.

No es justa ninguna ley, ni puede alegarse ninguna razón para justificarla, que suprima alguna de las libertades que le son sagradas al hombre. Suprimir ese derecho innato de expresar la opinión propia es atentar contra todas las libertades conferidas o naturales del género humano. Y así lo entendió José Martí cuando escribió: “Con las libertades, como con los privilegios, sucede que juntas triunfan o peligran, y que no puede pretenderse o lastimarse una sin que sientan todas el daño o el beneficio”. O retomando a Rousseau se puede concluir: “Privar de toda libertad a (la voluntad del hombre) es privar de toda moralidad a sus acciones”.

Es que lo esencial de nuestras tradiciones, el sendero por el que éstas transcurren no es el de la enojosa intransigencia, sino aquel concepto martiano de patria como equidad y respeto a todas las opiniones. No se ha de temer a la opinión puesta en la voz o en letra de imprenta. Las ideas, nobles o indignas, sólo pueden vencerse con ideas más elevadas y no con cerrojos y prisiones. Reprimir a otros por sus opiniones es el modo más acabado de reconocer la incapacidad de defender las propias.


Cuando los que en Cuba, aquéllos que nos decidimos por realizar un periodismo alternativo al de los medios oficiales, continuamos ejecutando nuestra labor de informadores públicos, a pesar de las amenazas contenidas en la Ley 88, no lo hacemos por el placer masoquista de formar parte de un nuevo martirologio, ni por el plante soberbio del reto suicida. Lo hacemos porque creemos que es justa la intolerancia de no ceder el derecho natural de pensar, de opinar, de examinar o de dudar. Y porque no podemos renunciar a seguir los senderos de nuestras tradiciones. Esas que constituyen el significado concreto de cubanía.

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